Capítulo I

Primavera de 1624. En Dalarne, el Mariscal Oxenstiern engancha tropas para su campaña contra Polonia. La cantinera Anna Fierling, más conocida por el nombre de Madre Coraje, pierde a uno de sus hijos. La acción en la carretera cerca de la ciudad. Un Cabo y un Reclutador de tropas están allí tiritando de frío.

Reclutador. ¿Cómo me las arreglo para reclutar una tropa aquí? Hay veces en que pienso en el suicidio, Cabo. Tengo hasta el doce para presentarle cuatro compañías al Mariscal y la gente de por aquí es tan pérfida que me paso las noches sin dormir. Suponte que por fin logré dar con uno: ni le miré bien, ni me fijé siquiera en su pechuga de gallina y en sus várices. Más aún, a Dios gracias ya he llegado a emborracharle debidamente, ya le hice firmar, todavía estoy dentro para pagar el aguardiente, él ya ha salido y yo como un solo hombre me corro hacia la puerta porque me asalta un temor... Y tal como te digo, el hom­bre se me ha ido, como escapa el piojo cuando lo estás ras­cando. No hay palabra que valga, no hay fe ni lealtad, no hay honor. Aquí es donde perdí la confianza en la huma­nidad, Cabo.

Cabo. Lo que pasa aquí es que hace rato no hubo guerra. ¿De dónde habrían de sacar entonces la moral?, me pregunto yo. La paz no significa más que relajamiento. Sólo la guerra trae orden. Durante la paz la humanidad se corrompe. Las gentes y las bestias se despilfarran, como si no valiesen nada. Todo el mundo traga, como le viene en gana: sobre el pan blanco una tajada así de queso y, encima del queso, otra lonja así de tocino. Cuánta gente y cuántas bestias tiene esa ciudad ahí enfrente lo sabrá Dios. Jamás hicieron un recuento. Yo estuve en regiones que en sesenta años no habían tenido ni una guerra. Pues bien, las gentes ni tenían nombres ni se conocían a ellas mismas. Sólo don­de hay guerra hay listas ordenadas y registros, se vende el calzado en fardos y la mies en costales, se recuenta y se lleva uno decentemente la gente y el ganado. Y eso, ¿por qué? Porque es cosa sabida, ¡sin orden no hay guerra!

Reclutador. ¡Cuán cierto es eso!

Cabo. La guerra, como todas las cosas buenas, al principio es un poco difícil de hacer, pero cuando florece, a su vez, es pegadiza. Entonces la gente tiembla ante la paz. Al principio se espanta frente a la guerra. Le resulta algo nuevo.

Reclutador. Mira, ahí viene una carreta. Dos mujeres y dos mozos. ¡A detener a la vieja, Cabo! Si esta vez no resulta te juro que no me expongo más a la borrasca.

(Óye­se un acordeón. Arrastrada por dos mocetones se acerca una carreta. En ella vienen Madre Coraje y Catalina, su hija muda).

Madre Coraje. ¡Buenos días, señor Cabo!

Cabo. (Cerrándoles el paso) ¡Buenos días, gentes! ¿Quiénes sois?

Madre Coraje. Comerciantes.

(Canta):

¡Ea, jefes, acallad la caja

y que hagan alto los infantes!

Madre Coraje vende calzas

a fin de que mejor os marchen.

Con sus piojos y alimañas,

bagajes, tiros y cañón,

han de marchar a la batalla:

el buen calzado es condición.

Ya es primavera. ¡Sus, cristianos!

Deshiela. En paz están las fosas.

Y quien aún no esté finado

ponga los pies en polvorosa.

¡Ea, jefes, vuestra tropa no anda

sin salchichón hacia la muerte!

A la Coraje haced que vayan

para alma y cuerpos vinos tiene.

Cañones, en los buches huecos,

¡oh, jefes!, cosa sana no es.

Mas os bendigo, si están llenos,

aunque al infierno los llevéis.

Ya es primavera. ¡Sus, cristianos!

Deshiela. En paz están las fosas.

Y quien aún no esté finado, ponga los pies en polvorosa.

Cabo. ¡Alto! ¿A quién pertenecéis, gentuza?

Eilif. Segundo regimiento finés.

Cabo. ¿Y vuestros documentos?

Madre Coraje. ¿Documentos?

Requesón. ¡Pero si es Madre Coraje!...

Cabo. En mi vida oí hablar de ella. ¿Por qué se llama Madre Coraje?

Madre Coraje. Me llamo Coraje, Cabo, porque te­miendo la ruina me vine desde Riga y pasé por el fuego de la artillería con cincuenta panes en el carro. Ya estaban criando moho, no había tiempo que perder y no tuve otro remedio.

Cabo. Basta de bromas, ¿en? ¡Los documentos!

Madre Coraje. (Saca de una caja de peltre un montón de papeles y baja de la carreta). Aquí tiene todos mis do­cumentos, Cabo. Un misal entero, que es de Estrasburgo y quizá sirva para envolver pepinillos, y un mapa de Moravia; Dios sabe si algún día iré a parar allí, si no, no me sirve de un... comino, y acá está certificado que mi tordillo no tiene la aftosa. Lástima que se nos murió igual; costó quin­ce florines, pero no fue plata mía, a Dios gracias. ¿Le bas­tan como documentos?

Cabo. ¿Quieres tomarme el pelo? Ya te he de sacar tus mañas. Sabes que es menester tener licencia.

Madre Coraje. Hable con un poco de decencia, y no les esté contando a mis hijos adolescentes que yo quiero to­marle sus pelos. Eso no se hace, y entre nosotros dos no existe nada. Mi cara honrada es licencia suficiente para el Segundo Regimiento, y si no sabe leer en ella, peor para usted. No voy a dejarme estampar un sello.

Reclutador. Cabo, noto un espíritu de rebeldía en esta persona. Lo que necesitamos en el campamento es disciplina.

Madre Coraje. Yo creía que era salchichón.

Cabo. ¡Nombre!

Madre Coraje. Anna Fierling.

Cabo. ¿Os llamáis, pues, Fierling todos?

Madre Coraje. ¿Por qué? Yo me llamo Fierling. Ellos, no.

Cabo. ¿No dices que son tus hijos?

Madre Coraje. Y lo son, ¿pero crees que por eso tienen el mismo nombre? (Señalando al mayor). Ese, por ejemplo, se llama Eilif Noiótski, como que su padre sostenía siempre llamarse Koiótski o Moiótski. El chico se acuerda muy bien de él, sólo que es a otro a quien él recuerda, a un francés de barbita. Pero fuera de eso, heredó del padre la inteli­gencia. Aquél era capaz de sacarle el pantalón del trasero a un campesino sin que el otro se diese cuenta. Y así cada uno de nosotros tiene su nombre.

Cabo. ¿Cómo? ¿Todos con nombres distintos?

Madre Coraje. Vamos, hace usted como si no conociese estas cosas.

Cabo. (Señalando al menor) Entonces ése ha de ser un chino, ¿eh?

Madre Coraje. Le erró. Es un suizo.

Cabo. ¿Por el francés?

Madre Coraje. ¿De qué francés me habla? Yo no sé nada de ningún francés. No confunda las cosas; si no, es­taremos discutiendo aquí hasta la noche. Es un suizo; pero se llama Féios, un nombre que no tiene nada que ver con su padre. Ese se llamaba de otro modo y era constructor de fortines, pero un borrachín.

(Requesón asiente con am­plia sonrisa, y también la muda Catalina se divierte).

Cabo. ¿Entonces cómo es que se llama Féios?

Madre Coraje. No quiero ofenderle, pero lo que es fantasía parece que demasiada usted no tiene. Naturalmen­te, se llama Féios porque cuando vino él yo estaba con un húngaro, a quien ya no le importaba, porque tenía mal de orina, y eso que nunca bebía ni una gota, puesto que era un hombre decente. El muchacho sale a él.

Cobo. Pero si no fue su padre, ¿cómo puede?...

Madre Coraje. Sin embargo sale a él. Yo le llamo Requesón, como que es bueno para ir tirando... del carro. (Señala a su hija). Y ésa se llama Catalina Haupt y es medio alemana.

Cabo. Hermosa familia, por cierto.

Madre Coraje. Sí, sí. He recorrido medio mundo con mi carreta.

Cabo. Anotaremos todo eso. (Anota).

Reclutador. Más bien tendríais que llamaros Jacobo Buey y Esaú Buey, puesto que estáis tirando de la carreta. Parece que nunca salís de debajo del yugo, ¿eh?

Eilif. Madre, ¿me dejas romperle el hocico? Tengo ganas de hacerlo.

Madre Coraje. Y yo te lo prohibo. Quédate donde estás. Y ahora, mis señores oficiales, ¿no necesitarías unas buenas pistolas o un tahalí, que el vuestro ya está del todo raído, señor Cabo?

Cabo. Necesito otra cosa. Veo que los muchachos son más fornidos que abedules jóvenes, con unos pechos arqueados y unas piernas vigorosas. ¿Por qué esquivan el ejército tales gandules? ¿Puede saberse?

Madre Coraje. (Vivamente). No hay caso, Cabo. Mis hijos no sirven para el oficio de guerreros.

Reclutador. ¿Y por qué no? Es beneficioso y trae gloria. Cambalachear con botas y zapatos es asunto de hembras. (A Eilif). A ver, adelántate, deja que te toque un poco, así veremos si tienes músculos o eres un marica.

Madre Coraje. Es un marica. Lo miráis con severidad y se desploma.

Reclutador. Y al desplomarse mata a un ternero, si es que hay alguno a su lado. (Quiere llevárselo).

Madre Coraje. ¿Quieres dejarle en paz? No será de los vuestros.

Reclutador. Me insultó groseramente. Llamó hocico a mi boca. Nos vamos allí, al campo, para arreglar la cues­tión entre hombres.

Eilif. Pierde cuidado, madre. Le he de arreglar las cuentas.

Madre Coraje. ¡Te quedas aquí! ¡Camorrero! Te conoz­co: siempre buscando quimera. Lleva un cuchillo en la bo­ta y le gusta clavarlo.

Reclutador. Yo se lo saco como si fuera un diente de leche. Vamos, mocito.

Madre Coraje. Se lo digo al Coronel, señor Cabo. Os hago meter en el calabozo. El Teniente enamora a mi hija.

Cabo. Nada de violencias, hermano. (A Madre Co­raje). ¿Qué tienes contra el ejército? ¿Acaso no fue soldado su padre? ¿Acaso no cayó con toda decencia? Tú misma lo dijiste.

Madre Coraje. Es un chico perfecto. Vosotros me lo queréis llevar a la matanza, yo os conozco. Os dan cinco florines por él.

Reclutador. Por lo pronto le darán una gorra hermosa y botas con rodilleras, ¿no es así?

Eilif. De ti no lo aceptaré.

Madre Coraje. Díjole el pescador al gusano: ven a pes­car conmigo. (A Requesón). Vete corriendo y grita que quieren secuestrar a tu hermano. (Saca un cuchillo). ¡Tra­tadlo, tratad de robármele! ¡Os acuchillo, canallas! ¡Os en­señaré a guerrear con él! ¡Nosotros vendemos honestamen­te lienzos y jamones, y somos gentes pacíficas!

Cabo. Por tu cuchillo se ve cuán pacíficos sois. Ver­güenza tendría que darte, bruja. ¡Guarda ese cuchillo! Ha­ce poco confesaste vivir de la guerra, pues, ¿de qué otra manera podrías vivir, eh? ¿Pero cómo habrá guerra si no hay soldados?

Madre Coraje. No tienen por qué ser los míos.

Cabo. ¿Ajá? ¿Quieres que tu guerra se coma la se­milla y tire la ciruela? ¿Que tus críos engorden con la guerra sin que tú le rindas tu diezmo? Que ella se arregle sola, ¿eh? Coraje te llamas, ¿eh? ¿Y temes la guerra, tu ama y patrona? Tus hijos no la temen, bien lo sé yo.

Eilif. Yo no temo guerra alguna.

Cabo. ¿Por qué habrías de temerla? Mírame a mí, ¿te parece que me perjudicó la vida de soldado? A los diecisiete la empecé.

Madre Coraje. Pero setenta aún no tienes.

Cabo. Bien puedo esperarlo.

Madre Coraje. ¡Cómo no! Debajo de la tierra ya lo creo.

Cabo. ¿Quieres ofenderme y me dices que moriré?

Madre Coraje. ¿Y si fuese verdad? ¿Y si yo viese que ya estás marcado? ¿Y si ya tuvieses el aspecto de un muer­to que camina, eh?

Requesón. Tiene la doble visión, ella. Todos lo dicen. Te predice el futuro.

Cabo. No creo en esas cosas.

Madre Coraje. Dame el yelmo. (Él se lo da).

Cabo. Vale menos que cargar en campo raso. Se lo doy para reírme un rato.

Madre Coraje. (Coge un pergamino y lo rasga). Eilif, Requesón y Catalina. Así hemos de ser rasgados si nos me­temos en la guerra. (Al Cabo). Excepcionalmente se lo haré gratis. Dibujo una cruz sobre esta tirita. Negra es la muerte.

Requesón. Y en la otra dibuja nada, ¿viste?

Madre Coraje. Y aquí las pliego, y ahora las sacudo bien y las mezclo —como estamos mezclados todos, desde que salimos del vientre materno— y ahora sacas una y sa­bes todo.

(El Cabo titubea).

Reclutador. (A Eilif). Yo no tomo a cualquiera, ten­go fama de pretencioso. Pero tú tienes un fuego que me llega al alma.

Cabo. (Hurgando en el yelmo). ¡Tonterías! ¡Puros disparates!

Requesón. Una negra cruz sacó. Listo está.

Reclutador. No te asustes por que bale un cordero. Las balas no se funden para todos.

Cabo. (Con voz ronca). Me engañaste.

Madre Coraje. Tú mismo te engañaste, el día que te volviste soldado. Y ahora seguimos adelante. No todos los días hay guerra, y no puedo perder el tiempo.

Cabo. Por todos los demonios del infierno, no me dejo trapacear por ti. Tu bastardo irá con nosotros, será soldado.

Eilif. Por cierto que me gustaría, madre.

Madre Coraje. Cierra esa trompa, demonio finés.

Eilif. El Requesón también quiere ser soldado.

Madre Coraje. ¡Qué novedad! Os haré sacar las suertes a vosotros tres.

(Corre hacia el fondo para dibujar cruces en las tirillas).

Reclutador. (A Eilif). Se ha dicho contra nosotros que en el campamento sueco hay costumbres muy piadosas. Todo eso no es más que calumnia para dañarnos. Sólo los domingos se canta, y entonces es una sola estrofa. Y eso siem­pre que se tenga buena voz...

Madre Coraje. (Vuelve con las tirillas en el yelmo del Cabo). Quieren escaparse de su madre, esos demonios, y correr hacia la guerra como los terneros tras la sal. Pero yo he de preguntar a las suertes, y entonces verán que el mundo no es un Valle de Alegrías con eso de "Ven, hijito, necesitamos más Mariscales". Cabo, tengo grandes te­mores por ellos; siento que no van a salir salvos de la guerra. Los tres tienen cualidades terribles. (Alcanza el yelmo a Eilif). ¡Toma, sácate una suerte! (Él la saca y despliega. Ella se la arranca de las manos) ¡No ves, una cruz! ¡Oh, desgraciada de mí, madre desdichada que soy, mater dolorosa. ¡Morirás! En la primavera de su vida se irá. Si se vuelve soldado tendrá que morder el polvo, eso es claro. Es demasiado temerario, igual que su padre. Y si no ha de ser prudente, irá por la senda de toda carne, tal lo demuestra la tirilla. (Se enfrenta con él y le grita). ¿Serás prudente, sí o no?

Eilif. ¿Por qué no?

Madre Coraje. Prudencia es que te quedes al lado de tu madre, aunque se burlen de ti, y si te dicen marica, ríete de ellos.

Reclutador. Si tú te ciscas de miedo, me entenderé con tu hermano.

Madre Coraje. Te he dicho que te rías. ¡Ríete! y ahora, Requesón, saca una tú. Por ti tengo menos miedo, tú eres probo. (Saca una tira del yelmo). ¡Oh! ¿Por qué la miras tan sorprendido? Seguramente estará blanca. No puede ser que haya una cruz en ella. No es posible que también te pierda a ti. (Coge la tirilla). ¿Una cruz? ¡También a él! ¿Será porque eres tan sencillote? ¡Oh, Requesón, tú tam­bién perecerás si no te mantienes siempre tan probo, como desde criatura te lo enseñé, y no me traes siempre la vuel­ta cuando vas a comprar pan! Sólo entonces podrás salvar­te. Mira, Cabo, ¿no es verdad que hay una cruz negra?

Cabo. Una cruz hay. No comprendo cómo pude ha­ber sacado una. Siempre ando esquivando las primeras fi­las. (Al alistador). No es cosa de embustes.

Madre Coraje. (A Catalina). Y ahora sólo me fío de ti, tú misma eres una cruz y tienes buen corazón. (Levanta el yelmo hacia el carro, para alcanzárselo, pero ella misma sa­ca la tirilla). Es como para desesperar. No puede ser, qui­zá me haya equivocado al mezclar. No seas nunca dema­siado bondadosa, Catalina, no lo seas más, que en tu camino también hay una cruz. Estáte siempre bien quieta, eso no te resultaría difícil, puesto que eres muda. Bueno, ahora lo sabéis. Sed prudentes todos, que buena falta os hace. Y ahora subimos al carro y seguimos adelante.

(Devuelve el yelmo al Cabo y sube a la carreta).

Reclutador. Haz algo, pues, si puedes.

Cabo. No me siento nada bien.

Reclutador. Quizá te hayas resfriado, con este viento y sin yelmo. Enrédala en algún trato. (En voz alta). Al menos podrías mirar ese tahalí. Esa buena gente vive del negocio, ¿no es así? ¡Ea, oíd, el Cabo quiere comprar el tahalí!

Madre Coraje. Cuesta medio florín. Dos florines vale... (Baja otra vez de la carreta).

Cabo. Nuevo no es. Aquí hay viento... Tengo que estudiarlo con toda tranquilidad.

(Vase con el tahalí detrás de la carreta).

Madre Coraje. No siento corriente alguna.

Cabo. Puede que valga medio florín, tiene plata.

Madre Coraje. (Le sigue detrás de la carreta). Seis onzas sólidas.

Reclutador. (A Eilif). Y después, entre hombres, va­mos a empinar el codo. Tengo dinero encima, ven.

(Eilif está indeciso).

Madre Coraje. Que sea medio florín, pues.

Cabo. No lo comprendo. Siempre estoy detrás del frente. No hay lugar más seguro que el de un Cabo. Siempre se manda por delante a los otros: que ellos adquie­ran gloria. Me has echado a perder mi almuerzo. Sé que no voy a probar bocado.

Madre Coraje. No es menester que lo tomes tan a pe­cho, que ya no puedes comer. Mantente siempre detrás del frente. Toma, hombre, bebe un trago de aguardiente.

(Le da de beber).

Reclutador. (Ha tomado del brazo a Eilif y le lleva consigo hacia el fondo). Diez florines de entrada, y eres un hombre valeroso, peleas por tu rey y las mujeres están locas por ti... Y a mí me puedes romper el hocico porque te ofendí.

(Ambos se van. La muda Catalina baja, saltando, de la carreta, y articula roncas voces).

Madre Coraje. En seguida, Catalina, en seguida. El se­ñor Cabo está pagando. (Muerde la moneda). Tengo desconfianza a toda clase de dinero. Con todo, la moneda es buena. Y ahora nos vamos. ¿Dónde está Eilif ?

Requesón. Se fue con el alistador.

Madre Coraje. (Después de estarse muy quieta un rato). ¡Qué simplote eres! (A Catalina). Ya sé que tú no puedes hablar. Tú no tienes la culpa.

Cabo. Ahora puedes tomar un trago tú misma, Ma­dre. Así van las cosas. Ser soldado no es lo peor. Quieres vivir de la guerra, pero a ti y a los tuyos los quieres tener bien a salvo, ¿eh?

Madre Coraje. Ahora tú tendrás que tirar del carro, Catalina, al lado de tu hermano.

(Ambos, hermano y her­mana, se uncen a la carreta y arrancan. Madre Coraje marcha a su lado. La carreta sigue por su camino).

Cabo. (Siguiéndoles con la mirada). De la guerra quiere vivir: con algo tendrá que contribuir.